Hombres fantasma y mujeres tapadas. Una historia de cuerpos y apariciones

Rían Lozano de la Pola


Quiero comenzar este breve artículo desde el principio. Para ello, espero que se me permita empezar justificando esta obviedad. El comienzo es, en la escritura de textos relacionados con actividades de investigación, algo que no suele aparecer de manera explícita. En algunos casos el principio (el punto de partida) puede incluso acabar separándose bruscamente del final.


La mitad del principio, en esta historia, no tiene ninguna base científica. La otra mitad, al contrario, es el producto de una investigación doctoral. La primera mitad procede de un recuerdo tergiversado, mal-recordado: un relato de miedo que alguna vez me contó mi abuelo. Una historia de fantasmas. El cuento de unos hombres malvados que, tapados hasta los pies con sábanas blancas, salían por las calles de Tarancón (pueblo del centro de España) y que, según mi propia imaginación, vendrían a por las niñas que no se durmieran a la hora debida. Hasta aquí, la historia de mis fantasmas se confunde —la confundo— con otras leyendas bien conocidas: el hombre del saco, los sacaúntos o sacamantecas, incluso con El Arenero de Hoffmann. Pero un detalle hace que este relato cambie de dirección: los fantasmas de este pueblo existían de verdad, salían de verdad a la calle cuando había oscurecido. “Se sabe quiénes eran”, declaran todavía algunas generaciones. Hace pocos meses, tratando de reconstruir este recuerdo, supe que, en realidad, el terrorífico relato que los acompañaba era una perfecta coartada que los propios hombres-fantasma (la "Pantasma"1) alimentaron para conseguir su objetivo: en muchos casos abordar y manosear los cuerpos de mujeres destapadas; en otros, visitar, sin ser reconocidos, a sus amantes ilícitas.


La otra mitad de mi principio se relaciona también con apariciones. Pero, a diferencia del recuerdo anterior, ésta parte de un estudio académico en torno a la irrupción feminista de ciertos cuerpos en el ámbito de las representaciones políticas y visuales. Una actividad que, como veremos, tiene consecuencias en el orden epistémico y sensible: esto es, en la vida material de las sociedades.2


Pero empezar contando este comienzo también implica adelantar el final. El final no es sólo, en este caso, la conclusión. Es también una declaración de principios, una profesión de fe —en el sentido derridiano3— que surge de la voluntad de manifestar la existencia de una puesta en escena, mediante la cual algunos cuerpos desestabilizan los grandes relatos históricos y mediáticos. Unas apariciones inesperadas que provocan temblores en el recorrido de la mirada única y entre las formas de (re)conocimiento de ella derivadas.


Nuestros dos principios nos van a servir para argumentar que existen dos tipos muy diferentes de aparición y de representación —en relación, en este caso, a los cuerpos tapados y a la voluntad de destapar— que, a su vez, implican dos formas alejadas de mirar y de ser visto/a, y dos maneras muy distintas de relacionarse con el poder.4


Los fantasmas de nuestra primera historia se tapan el cuerpo para esconder la autoría de una actividad, a todas luces, descarada. El relato semifantástico que los rodeaba, les servía para espantar las miradas de los curiosos y para disuadir cualquier intento de desenmascaramiento. De este modo, los fantasmas de este pequeño pueblo ejercían su actividad nocturna con plena libertad. Miraban y actuaban sin ser vistos (sin ser reconocidos). Su puesta en acto los aproximaba al papel voyeurístico que el hombre ha tenido, tradicionalmente, en la historia de las representaciones: el mirón protagonista de ese punto de vista axial (asimilado a la perspectiva patriarcal) que, según autoras como Catharine McKinnon, se impuso en el mundo “como su modalidad de conocimiento”.


El hombre-fantasma miraba, oculto tras su sábana, los cuerpos de las mujeres a las que después sorprendería, en el mismo sentido en el que el espectador de étant Dones —una pieza paradigmática de Marcel Duchamp— contemplaba, a través de la mirilla de una puerta, el cuerpo desnudo de una mujer recostada.



Marcel Duchamp, Etant donnés, 1946-1966


Las segundas apariciones a las que nos referiremos están relacionadas con la irrupción de los cuerpos de ciertas mujeres en el terreno sensible (visual y político). La primera es una fotografía de la Qajar series realizada en 2001 por la artista iraní Shadi Ghadirian.


La segunda, la imagen anónima de una mujer zapatista: La locutora. Nuestra lectura comparada partirá de la idea de que en ambos casos se ha utilizado una estrategia de aparición similar a la que acompañó a la demostración política de Jeanne Deroin.5 Mientras en el caso de esta imposible candidata francesa, su “aparición indebida” expone y transforma —mediante su misma irrupción— el “topos republicano”6 galo, en las fotografías de Gadhirian es el “sentido imperial”7 (colonial y patriarcal) el que resulta doblemente subvertido —a través, justamente, de los cuerpos de mujeres veladas.



Shadi Ghadirian, Qajar series, 2001
Anónimo, La locutora, s/f8


Por un lado, las imágenes de la artista iraní recurren a las tradicionales fotos de estudio exportadas durante el siglo XIX a Oriente Medio (Irán) por los fotógrafos europeos (aquéllos que contribuyeron a conformar lo que Said —en relación a la conquista napoleónica de Egipto— denominó el “archivo viviente” de la expedición). Su operación es muy simple. La artista acude a un tipo de composiciones que, a primera vista, parecen repetir, imitar, los retratos tradicionales de la dinastía Qajar. Sin embargo, una mirada atenta nos descubre que sus representaciones son más que una imitación. Siguiendo la argumentación de Bhabha, podríamos decir que son casi lo mismo, pero no exactamente. La repetición parece estar averiada: en una mano, la modelo sostiene una lata de Pepsi-Cola; en otros casos, carga un radiocasete en el hombro o posa junto a una bicicleta de montaña. Es ese casi no completo o, mejor, dislocado, el que produce un cortocircuito en la lógica de la representación.


Por otro lado, y en una lectura más general, podríamos decir que las obras de Gadhirian también se sitúan cerca del impulso que ha llevado a muchos otros autores a trabajar en la descolonización del imaginario de lo oriental, cuestionando aquella metonimia9 mediante la cual Occidente, especialmente desde su industria informacional, representa lo no-Occidental a través de la imagen de la mujer velada (como mujer, siempre, sumisa).


Aunque no podemos detenernos demasiado en esta cuestión, conviene al menos matizar que partimos de la idea de que el velo es una prenda de ropa que aparece en momentos históricos y en emplazamientos muy diferentes, por lo que su representación es tan contingente como su uso. Esto significa que no pretendemos adjudicar una función subversiva a toda pieza de tela puesta en la cabeza (ni en Oriente ni en Occidente). No podemos obviar que, en muchos casos, su utilización puede ser bien diferente, llegando a imponerse como herramienta de sumisión de muchas mujeres. Pero lo que nos interesa desvelar aquí, y a partir de la práctica señalada, es que frente a la manipulación política y mediática occidental (que, en los últimos años, ha llegado incluso a presentar el hiyab como coartada en ciertas invasiones militares) existe, ciertamente, un uso afirmativo del velo. Un uso que lo convierte en el objeto que encarna la voluntad y la agencia de algunas mujeres, siguiendo, quizá, las tácticas que, según relató Franz Fanon, emplearon las argelinas para luchar contra la ocupación francesa durante la guerra de la independencia.10


En el ejemplo de la locutora zapatista, también tapada, el poder de la imagen no puede ser desconectado de la gran efectividad que ha caracterizado las estrategias de aparición del EZLN —relacionadas, en palabras de Marisa Belausteguigoitia , con “las estrategias más sofisticadas del performance”. En ellas, uno de los elementos más destacables es, sin duda, el rostro enmascarado. En este caso, la lógica del reconocimiento se ve interrumpida por el uso del pasamontañas. Los zapatistas confiscan así la base de aquel discurso de la mismidad del otro, característico de la representación hegemónica. Provocan la distorsión de esa misma retórica que sentencia que “todos los indios tienen la misma cara”11. Su puesta en acto, su puesta en imagen, desajusta el orden sensible en el que los indígenas mexicanos han sido, durante más de quinientos años de dominación, siempre invisibles, y entre los que las mujeres han constituido “el colmo de la invisibilidad”12.


Los y las zapatistas demuestran, mediante su acceso a la imagen— y a la palabra, a través de la mediación de Marcos como traductor13 —que en el terreno sensible son, y son tanto como los ciudadanos mexicanos. No es casual que una las afirmaciones capitales, repetidas en diferentes comunicados del EZLN, insista en su mexicaneidad.14 Como ocurría en el caso de Deroin, la desigualdad que esta aparición demuestra sólo es posible por la igualdad: una igualdad que a la vez se evidencia y se pone en entredicho. De esta manera, la imagen y el aparato espectacular de las irrupciones zapatistas, inició un proceso político que Belausteguigoitia (1995) relaciona con las tácticas de camuflaje que las mujeres han desarrollado a lo largo de la historia para poder crear órdenes sensibles diferentes (escapando del régimen escópico patriarcal) y que también se aproximan a las estrategias puestas en marcha por las performances feministas de los años sesenta y setenta. Las mujeres zapatistas, como los fantasmas taranconeros, son descaradas (aunque su descaro es de naturaleza diferente). También ellas observan directamente. Miran sin ser vistas y se apropian, con ello, del principio que sostiene el sistema de control panóptico. Las mujeres del EZLN asumen, en clave crítica, la no individualidad adjudicada a estos otros, crean su propia ley revolucionaria, y adquieren un papel activo en el seno de sus comunidades y en la lucha insurgente.


Como anunciamos al comienzo, muchos principios se alejan del rumbo que acaban tomando las conclusiones. En nuestro caso ni siquiera podremos comprobarlo. No hemos llegado al final. Seguiremos —con nuestros fantasmas— reconstruyendo los recuerdos borrosos y las leyendas verdaderas, para tratar de entender lo que ya sabemos, para preguntarnos sobre cómo lo sabemos y cómo lo vemos. Seguiremos —trabajando con los cuerpos inesperados de estas mujeres— profesando la existencia de nuevas organizaciones en el campo del saber y de la representación: declarando la existencia de ciertas prácticas culturales y políticas, capaces de interrumpir lo consabido, capaces, en definitiva, de producir otros conocimientos y otros puntos de vista.


Rían Lozano de la Pola Licenciada en Historia del Arte y doctora en Filosofía. Investigadora en el Departamento de Filosofía, área de Estética y Teoría de las Artes, de la Universitat de València (España) y en el equipo de investigación del departamento de Historia del Arte de la Université Rennes 2 (Francia). Ha realizado estancias de investigación predoctoral en el departamento de Visual Cultures del Goldsmiths College (University of London) y en el Programa Universitario de Estudios de Género de la UNAM. Miembro del equipo de producción cultural pizpireta y crítica de arte, ha codirigido varios proyectos culturales y ha organizado diferentes simposios relacionados con el arte contemporáneo, los estudios de género y la crítica de arte. Ha publicado artículos en diferentes revistas y catálogos, y ha impartido talleres y conferencias en torno a su tema de investigación doctoral, la estética a-normal.



1 Éste era el nombre popular (derivado de la pronunciación vulgar de la forma “phantasma”, en uso desde el siglo xvi) con el que la gente de Tarancón designaba a los “fantasmas”. Resulta curioso observar cómo el término utilizado mantuvo el género femenino (vestigio del español medieval y clásico) para referirse a estos hombres (“la pantasma”). Encontramos que, durante el Siglo de Oro español, Francisco de Quevedo tituló uno de sus entremeses “El marido pantasma”; aunque su argumento no se relaciona directamente con el episodio taranconero, el uso de este término proviene de la misma desviación etimológica. Véase: Arellano, Ignacio y Celsa Carmen García Valdés, “El Entremés del marido pantasma, de Quevedo”, La Perinola: revista de investigación quevediana, 1, 1997, pp. 41-70.

2 Esta idea, desarrollada en la investigación doctoral finalizada en diciembre de 2008, parte de la consideración de la estética como discurso “materialista” (siguiendo los argumentos de autores como Terry Eagleton) y de la consideración de lo “sensible” como una fuente alternativa en la producción de otros conocimientos (siguiendo, en este caso, las teorías de Jacques Rancière).

3 Para un estudio de la “profesión de fe” —como responsabilidad asumida y como discurso performativo— en relación a las humanidades. Véase: Derrida, Jacques, La Universidad sin condición, Trotta, Madrid, 2002.

4 Nicholas Mirzoeff, en su intento de definición de la llamada Cultura Visual como un nuevo ámbito de trabajo, matizó que el uso del término “visual”, lejos de volver a reduccionismos platónicos, respondía a la voluntad de analizar las relaciones establecidas entre poder, representación, conocimiento y visibilidad (“The Subject of Visual Culture” en Mirzoeff, Nicholas (ed.), The Visual Culture Reader, Routledge, 2002, pág. 6.)

5 En 1849, durante la segunda república francesa, Jeanne Deroin presentó su candidatura a las elecciones legislativas; unas elecciones a las que “no podía presentarse”. J. Rancière describe su caso como ejemplo de un proceso político de subjetivación basado en una apropiación, paradójicamente ilegítima, de las herramientas de representación política: pese a que el sufragio universal ya había sido aprobado en Francia, las mujeres no tenían derecho a voto, ni podían presentarse como candidatas electorales. Con su acto, Deroin logra demostrar la contradicción de un sufragio universal que dejaba a las mujeres al margen de dicha universalidad. Marta Lamas, por su parte, explica cómo Proudhon atacó la candidatura de Deroin “utilizando lo que para él debía ser la lógica irrefutable del cuerpo: una mujer legisladora tenía tan poco sentido como un hombre nodriza”. Según continúa Lamas, la candidata contestó alegando que sólo podría aceptar este argumento si Proudhon pudiera especificarle cuál era aquel órgano que, a su juicio, resultaba imprescindible para ejercer las funciones políticas. El anarquista francés, sirviéndose de una nueva explicación paradójica, alegó que dicho órgano no tenía nada que ver con los órganos sexuales sino que era, “obviamente”, el cerebro. [Lamas, Marta, “Ciudadanía, derechos y paridad”. Contribución al panel internacional Ciudadanías y Derechos de las mujeres en América Latina, organizado por la Red Uruguaya de Autonomías y Cotidiano Mujer, 2006. http://www.cotidianomujer.org.uy/ruda06p_mlamas.htm]

6 Rancière, Op. Cit., p. 60.

7Para un análisis del papel de la literatura de viajes en la creación del sentido imperial, véase: Pratt, Mary Louise, Imperial Eyes. Travel writing and transculturation, Routledge, 1992.

8Imagen tomada de Radio Insurgente. Disponible en http://www.radioinsurgente.org/index.php?name=foto-25

9 Meyda Yegenoglu define esta cadena de equivalencias en los siguientes términos: “woman is the Orient, the Orient is the woman; woman like the Orient, the Orient like the woman, exists veiled”. (Colonial Fantasies. Towards a feminist reading of Orientalism, Cambridge University Press, 1998, p. 56.)

10 Para una aproximación a esto último, véase Yegenoglu, Op. Cit., pp. 63-64.

11 Cita extraída de las últimas palabras de la niña protagonista de Balún Canán, la novela de Rosario Castellanos. (Castellanos, Rosario, Balún Canán, Fondo de Cultura Económica, México, 2007, p. 285.)

12 Belausteguigoitia, Marisa, “Máscaras y posdatas: estrategias femeninas en la rebelión indígena de Chiapas”, Debate Feminista, año 6, vol.12, 1995, p. 310.

13 Ibid., “Descarados y deslenguadas: el cuerpo y la lengua india en los umbrales de la nación” en Belausteguigoitia, Marisa y Martha Leñero (coords.), Fronteras y cruces: cartografías de escenarios culturales latinoamericanos, UNAM, México, 2006, pp. 66-67.

14 En la “Primera Declaración de la Selva Lacandona”, los zapatistas se sitúan discursivamente dentro del estado mexicano, apelan a la Constitución y a los símbolos nacionales, e interpelan al conjunto del pueblo mexicano. (Comandancia General del EZLN, “Primera declaración de la Selva Lacandona” en Fronteras y cruces: cartografías de escenarios culturales latinoamericanos, pág. 334.)


BIBLIOGRAFíA
Arellano, Ignacio y Celsa Carmen García Valdés, “El Entremés del marido pantasma, de Quevedo”, La Perinola: revista de investigación quevediana, 1, 1997, pp. 41-70.
Bhabha, Homi, El lugar de la cultura, Manantial, Buenos Aires, 2002.
Belausteguigoitia, Marisa, “Máscaras y posdatas: estrategias femeninas en la rebelión indígena de Chiapas”, Debate Feminista, año 6, vol.12, 1995, pp.299-317.
——— “Descarados y deslenguadas: el cuerpo y la lengua india en los umbrales de la nación” en Belausteguigoitia, Marisa y Martha Leñero (coords.), Fronteras y cruces: cartografías de escenarios culturales latinoamericanos, UNAM, México, 2006.
Castellanos, Rosario, Balún Canán,. Fondo de Cultura Económica, México, 2007.
Comandancia General del EZLN (1993), “Primera declaración de la Selva Lacandona” en Belausteguigoitia, Marisa y Martha Leñero (coords.), Fronteras y cruces: cartografías de escenarios culturales latinoamericanos, UNAM, México, 2006.
Derrida, Jacques, La Universidad sin condición, Trotta, Madrid, 2002.
Lamas, Marta, “Ciudadanía, derechos y paridad”. Contribución al panel internacional Ciudadanías y Derechos de las mujeres en América Latina, organizado por la Red Uruguaya de Autonomías y Cotidiano Mujer. [Fecha de consulta: 09/04/09] <http://www.cotidianomujer.org.uy/ruda06p_mlamas.htm>, (2006).
Mirzoeff, Nicholas, “The Subject of Visual Culture” en Mirzoeff, Nicholas (ed.), The Visual Culture Reader, Routledge, London/New York, 2002.
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Rancière, J, El desacuerdo. Política y filosofía, Nueva Visión, Buenos Aires, 1996.
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Yegenoglu, Meyda, Colonial Fantasies. Towards a feminist reading of Orientalism, Cambridge University Press, Cambridge, 1998.