Viejos cuerpos, nuevas corporalidades

Rodrigo Parrini


Mi intención es reflexionar sobre el cuerpo y la corporalidad mediante una serie de dislocaciones y desplazamientos que han sucedido recientemente en México u otras partes del mundo. Pensar la antigüedad del cuerpo ante la novedad de ciertas corporalidades, o más bien, de ciertos acercamientos, usos, transformaciones del cuerpo. Pensar, entonces, la historicidad del cuerpo ante sus propias reformulaciones.


Tomaré cuatro imágenes muy distintas entre sí para reflexionar algunos de los desplazamientos y dislocaciones del cuerpo de los que somos testigos tal vez involuntarios. A cada imagen le he titulado con el nombre del o los protagonistas. Aunque no fue mi intención primera, al verlas me doy cuenta de que son sólo cuerpos masculinos los que busqué y quiero exponer hoy. De este modo, esta es también una reflexión sobre el cuerpo de los hombres y el cuerpo masculino, desde muy diversos lugares de su construcción e inscripción social.


He elegido cuatro ejes de lectura: la vejez, el amor, la muerte y la reproducción. Son temas clásicos, como lo pueden ver, pero de pronto dislocados, retomados de otras maneras, exigiendo nuevas comprensiones, otras éticas. Eso es lo que en cada imagen me conmovió o me sorprendió. Tanto la simplicidad de las fotografías, como la profundidad de sus efectos. Resonancias de estas implosiones de un orden corporal que fenece y que poco a poco es reemplazado por otro. Hay que decirlo con cautela, fenece poco a poco, muchas veces de manera imperceptible y sutil. Pero fenece. Como todas las muertes significativas, sucede paulatinamente. Y para qué decirlo: como cualquier muerte que se merezca ésta inaugura una nueva fantasmalidad, produce nuevos espectros que nos asecharán en el futuro.


¿Qué fenece? ¿Por qué digo que estas fotografías son las pruebas de una muerte lenta? Creo que fenece una forma de presentar y pensar el cuerpo, se acaban ciertos límites sean biológicos o simbólicos. Empiezan otros usos, otros imaginarios en torno al cuerpo. Veremos por una parte, una reformulación de las coordenadas del envejecimiento y de la edad, anuncio de lo que no hará si no incrementarse en el futuro: todo tipo de intervenciones sobre el cuerpo para que no envejezca, para alargar su vida útil. Menos vejez, más cuerpo; más juventud, menos edad. Por otra, una transformación del orden sexual y de la matriz heterosexual: formas nacientes de legitimidad amorosa y afectiva; matrimonios del mismo sexo, sociedades de convivencia. Me interesa aquí analizar una nueva reglamentación de los contactos amorosos y de los vínculos afectivos. Así también, otras formas de reproducción, en cuerpos improbables, en relaciones impensadas. Pero también, formas de violencia que transforman al cuerpo en el mensaje, que escriben sobre el cuerpo y que lo utilizan como letra y como superficie parlante. No quisiera decir nada taxativamente, sólo proponer una cierta mirada y una forma de análisis ante estas imágenes, que sólo surgen de mis propios paseos semióticos, de itinerarios de observación casual.


1.Jerry Life
¿Qué hizo este doctor, de 67 años, para tener el cuerpo de un hombre de 30? Esa es la pregunta que hace el instituto médico donde Jerry se atiende. Es una institución dedicada a tratamientos contra el envejecimiento y Mr. Life es uno de sus ejemplos y uno de sus ejemplares. ¿Cuál es el cuerpo del Sr. Vida? El del hombre de 67 años o el del hombre de 30. ¿Jerry tiene uno o dos cuerpos? ¿O su cuerpo es una especie de reloj enloquecido que avanza y que retrocede? ¿Qué edad tiene este doctor: la edad que marca su acta de nacimiento o la que anuncia Cenegenetics? O podría pensarse en un nuevo tipo de edad que debe calcularse según las partes del cuerpo: ¿rostro de 67 y cuerpo de 30? O, más bien, una edad indefinida, en movimiento permanente: al año siguiente el Dr. Life tendrá 68, pero ¿su cuerpo será de 31 años o de 29? Una parte envejece, la otra rejuvenece. Una cumple años, la otra los resta.


¿Podemos pensar un cuerpo en dos tiempos, con dos edades, en dos temporalidades? Pero aún más: ¿podemos pensar un cuerpo que retrocede sobre sus propios procesos biológicos y de su temporalidad genética? Jerry exhibe sus osadías, su corporalidad disjunta y diversa que lo transforma en ejemplo. Jerry se venció a sí mismo y transformó su cuerpo en un lugar incierto: si tiene dos edades, tal vez también dos formas de sentir, dos biografías. El Dr. Life ha hecho de su cuerpo un laboratorio y mediante costosos tratamientos ha logrado, o cree haberlo hecho, retroceder el tiempo en su carne, en su piel, en sus músculos. Tiene el cuerpo que desea, vive en la edad que quiere vivir.


Cuerpo que resulta de la biología y la medicina. Tecno-cuerpo. Producto de las ingenierías genéticas. El Dr. Life rescribe las coordenadas de la muerte, pues la aplaza en esa acumulación insidiosa que llamamos vejez. Por eso tiene una edad y otra, dos plazos ante la muerte, como si pagara un crédito de manera diferida. No sabemos si el Jerry morirá una o dos veces, si primero morirá el hombre de 67 años y luego el de 30, si una parte de su cuerpo llegará primero y otra después a la muerte, que es el certificado del cuerpo, su evidencia más insoportable y dolorosa.


La ciencia irá creando otro cuerpo, paulatina pero sistemáticamente. Un cuerpo dislocado, en muchos sentidos, con respecto al que conocemos. Un cuerpo con otra temporalidad, con otras formas de deterioro, con otros modos de morir y de envejecer. Otras duraciones, otras densidades, otros padecimientos. Un cuerpo interiorizado en el código genético y exteriorizado en la apariencia. Un cuerpo ambivalente que no sabrá cuál es su tiempo, cuáles son sus marcas. Y en este sentido, será un cuerpo para otras relaciones sociales, para otras subjetividades. Ya no las pesadas que nosotros tenemos, tan intensamente marcadas por la muerte y la vulnerabilidad. Ya no nuestras biografías que deben descontar años y sumar experiencias. El Dr. Life vive de dos maneras, al menos, dos veces y consecutivamente. Jerry ha roto la linealidad de una vida para trazar una línea de continuidad y de retroceso, de quiebres y concordancias. ¿Cuándo piensa en su futuro lo hace como un hombre de 30 o uno de 67 años? Cuándo recuerda: ¿qué edad tiene?


2. Antonio y Jorge
Antonio y Jorge fueron los dos primeros hombres en firmar una sociedad de convivencia, al amparo de la nueva Ley de Sociedades de Convivencia que durante el 2006 había sido discutida y promulgada en el Distrito Federal. En las oficinas de la delegación Iztapalapa, ante la expectación de la prensa, tímidos y osados a la misma vez, unidos de manera sutil pero visible, el primer matrimonio gay de México. Si no en términos legales sí en términos simbólicos. Ambos vestidos pulcramente, arroz a la salida, una canción de fondo: se escucha a Mazanero cantar: “Somos novios/pues los dos sentimos/mutuo amor profundo/y con eso/ya ganamos lo más grande de este mundo./Nos amamos,/nos besamos/como novios,/nos deseamos/y hasta veces sin motivos,/sin razón, nos enojamos”. Somos novios, esa es la verdad de la imagen y ustedes, todos los que nos miren, sabrán que lo somos. Es lo más grande de este mundo, lo dice Manzanero, aunque muchas veces sea lo más secreto, lo más oculto. Pero esta vez no. Dos cuerpos de hombre, con trajes y corbatas, el pelo corto y apariencia masculina. Dos cuerpos de hombre que se casan. Dos novios y una ley que los cobija. Una ley que permite otra corporalidad, otros afectos, otros acercamientos.


Uno junto al otro, tomados de la mano, se besan suavemente. Un beso púber, sin ruido, sin gestos. Apenas un roce de dos labios. Y unas manos que se aprietan y se cierran, como si el amor fuera eso: gestos corporales, besos, una determinada distancia entre un cuerpo y el otro. Y es una nueva forma de presentación de estos ‘amores oscuros’, como los llama Lorca, la que se inaugura con la foto de Jorge y Antonio. Cuerpos similares unidos mediante procedimientos de la diferencia como lo es un matrimonio. Toda la literatura antropológica a los pies de nuestra pareja, los sistemas de intercambio y parentesco, la diferencia sexual y la sexualidad misma.


Es cierto, no es una novedad. Estas cosas ‘raras’ han sucedido desde hace mucho. Era cosa de ver la televisión y ver tanto libertinaje en los países desarrollados, en las ciudades cosmopolitas. Hombres abrazos a otros hombres, mujeres que besaban mujeres. Eso y mucho más. Pero la novedad no está en las conductas, tan viejas como el cuerpo, tan poco asiduas a la renovación y el cambio, si no en la presentación de los cuerpos, en los regímenes de visibilidad que los organizan, ya sea en su aparición o en su ocultamiento. Jorge y Antonio aparecen ante nosotros, inauditos de muchas maneras, trastornando todas las líneas que la ley se había encargado de trazar entre un cuerpo y otro, en una boca y otra, entre las manos, aunque estuvieran ansiosas de tocarse. Aunque el amor no fuera si no esa insistencia en cruzar ciertos límites y dibujar otras fronteras. Pero aquí nadie se esconde: todos los medios están ahí, firmando una sociedad de convivencia con estos desacatos y estas dislocaciones. Un matrimonio mediático, en muchos sentidos, con todo menos cura. La iglesia se abstiene y reniega. No unirá cuerpos que no pueden ser unidos. Porque no le interesa esta corporalidad terrenal que puede dictaminar una ley, esos acercamientos demasiado humanos que pueden dirimirse en los parlamentos. Le interesa la corporalidad escatológica que compromete nuestra alma, condenada en muchos sentidos a repetir lo que hizo el cuerpo por una eternidad poco promisoria. Como los pecadores del Dante que permanecen asidos para siempre al gesto corporal, a la postura que los condenó, que fue signo y evidencia de su pecado. Castigos sobre el alma que operan como analogías del cuerpo. La iglesia no une en este mundo lo que no se puede unir en el otro, salvo bajo la égida de la abyección y la muerte.


Pero Antonio y Jorge se besan y resuena esa música plácida de un amor mexicano, romanticismo nacional para las perturbaciones de un orden erótico y corporal. Somos novios, todos nos ven, observan nuestros cuerpos cerca uno del otro. Unidos de tantas maneras, distantes de tantas otras.


3. N. N.
La descripción es horrible y dolorosa. La imagen espeluznante. La vi al pasar hace algunos meses, si no me equivoco en junio, en la portada de un diario que se especializa en muertes violentas. Quedé sorprendido. Una sorpresa dentro de cierto acostumbramiento. Escenas repetidas de todo tipo de mutilaciones, informaciones diarias sobre muertes cada vez más violentas y crueles. Pero lo más inquietante de esta imagen era la alteración que representaba en la organización y representación del cuerpo. Un hombre decapitado, informan los periódicos, al que se le puso una cabeza de cerdo en el lugar donde estaba su cabeza, mediante una vara de metal, que sirve como prótesis de su cuello. La cabeza humana estaba a un costado en una hielera.


El cadáver, objeto de tantas regulaciones y evitaciones, convertido en un locus de nuevos contactos entre las especies. Como en esas imágenes medievales donde los bienaventurados tienen cabezas de animales diversos y se gozan en la presencia de Dios, en esta escena el horror surge tanto de la decapitación como de esa anexión indebida y trastornada que le se ha hecho al cadáver. La decapitación: alteración tan profunda de la topología del cuerpo; donde nuestra cultura ubica la razón, la identidad, el pensamiento en la cabeza. La cabeza, lugar del rostro. Parte del cuerpo que tiene cuatro de los cinco sentidos conocidos. La cabeza lugar del rostro y del mundo. Ese lugar, cercenado, puesto en una hielera. Sólo queda un cuerpo inerte, despreciable en muchos sentidos, pues ha perdido lo que se debe conservar incluso en la muerte: nuestro rostro, las señas de quienes fuimos.


Y luego esta anexión, esta prótesis. Un hombre-cerdo. Un hombre cabeza de cerdo. Un cuerpo que no es el de la especie. Un humano cerdo. ¿Era eso lo que querían que entendiéramos los autores del crimen y los creadores de la escena? ¿Hacernos saber que son tan poderosos que pueden crear otros cuerpos, otros cadáveres juntando piezas? Un Frankenstein mortuorio, un humano hecho de partes diversas, pero para su muerte. No el muerto vivo, como en las leyendas, si no el humano-animal. Cadáver antievolutivo es éste. Cadáver de las discordancias.


Los viejos procedimientos que se han encargado de humillar al cuerpo, de exponerlo, de hacerlo pedazos si fuera necesario. El inventario sería infinito. Pero sumado a esta exposición, a estas imágenes que ya se imaginaban cuando se cometieron las tropelías. Cadáver mediático. Y es justamente la perturbación lo que hace notable a esta imagen, recordable. En algún sentido, no recordamos el cadáver humano, sino la cabeza de cerdo que se le anexó. Y lo terrible, la crueldad ensaya nuevos derroteros sobre los cuerpos, nuevas sorpresas que nos remezan y luego nos hundan en el olvido, en la costumbre. Crueldad que juega con los límites, que incita la imaginación para que se desplace y acepte lo que no había logrado concebir. Pienso que esto es un nuevo orden los cuerpos, más vulnerables, menos valiosos que antes. Es cierto, la violencia es un asunto viejo, tan antiguo. Pero esta exhibición, esta intención comunicativa quizás es reciente. La capacidad de multiplicación del cadáver en muchas copias de una misma indefensión.


Debemos preguntarnos entonces: ¿por qué son sometidos los cuerpos a una violencia tan intensa, tan brutal? ¿Por qué somos nosotros los espectadores de todo esto, si no sus testigos pasmados? Cuerpos que hablan, cabezas que ruedan por el piso, trenes que mutilan. El paisaje que hemos descrito causa pavor. Esto sucede justo cuando se extienden las redes del capitalismo financiero, cuando se desregulan los mercados y se abren las fronteras a todo tipo de mercancías (pero no de personas). Esto sucede cuando el planeta está conectado por una red de telecomunicaciones terrestre y espacial que cubre todos los rincones, aunque sólo le interesen algunos. Cuando la humanidad es una especie y se ha descifrado su código genético. Cuando la ciencia cuenta con todas las posibilidades para manipular y modificar las formas de vida. Esto sucede cuando la democracia se ha expandido como nunca antes. Sí, en estos momentos toda la violencia descrita sucede; y para ser más claro debemos decir: no sucedía antes. No había asesinatos en serie en Ciudad Juárez, ni personas despedazadas en Tapachula, ni cabezas rodando en todo el país. Por supuesto que había otras formas de violencia (y que aún persisten), pero no éstas. Ahora unas se superponen con las otras.


He dicho que los cuerpos son viejos y que las corporalidades nuevas. He contrastado la vejez histórica del cuerpo con la novedad social de estas corporalidades. Porque estamos ante un movimiento paradójico: esta historicidad tan a largo plazo del cuerpo, en muchos sentidos, esta conexión con los procesos evolutivos que lo inscriben en una temporalidad lenta. Pero a su vez, estos dislocamientos incesantes de la corporalidad, estas reformulaciones de las coordenadas sociales y simbólicas del cuerpo que lo anudan a una temporalidad veloz y que aumenta su velocidad progresivamente.


Si observamos las fotos, vemos que los dislocamientos de los que quise hablar se ubican siempre en un límite del mismo cuerpo. Jerry con sus dos edades: un rostro de cierta edad y un cuerpo de otra. Es la unión entre la cara y el cuerpo donde se desplaza una temporalidad y retroceden los signos del cuerpo. Antonio y Jorge se besan y juntan sus manos, es la cercanía de un cuerpo con otro, los contactos legítimos, las expresiones debidas. Otra vez el cuello en el cadáver expuesto: cuerpo de una especie, cabeza de otra. Un orden natural dislocado.


En esos límites debiéramos buscar las nuevas corporalidades de las que les hablo. De pronto ahí un pequeño desplazamiento, otro más allá. No necesariamente algo notorio y evidente. Tal vez sólo movimientos sutiles y velados. Un dislocamiento radical sólo puede surgir de pequeños empellones, de tretas muchas veces erradas. Y de pronto tenemos ahí dos cuerpos juntos de un modo nuevo. Una cabeza y un cuerpo unidos de manera insospechada y horrorosa. O un cuerpo que retrocede y avanza sobre sus propios procesos biológicos.


Creo necesitamos comprender el cuerpo no sólo como un recipiente para otras relaciones sociales, no sólo como el lugar mudo en el que se despliegan y reconstruyen los significados, sino como un espacio específico, como un locus particular de relaciones sociales y prácticas culturales. Considero que para lograr esto debemos renunciar a una perspectiva que oblitere el cuerpo privilegiando los procesos simbólicos, como si éstos pudiesen ser incorporales, pero también otra que reduzca el cuerpo a un mediador de relaciones sociales, a una especie de ancla muda de intenciones, actos, deseos y proyectos. El estudio del cuerpo, en este contexto, postula y rescata un lugar exclusivo y específico para el –y del- cuerpo en la producción histórica, que puede quedar o no significado, que puede ser reconocido o negado, pero que, de todas formas, se puede delimitar, especificar y describir.


En algún texto Jameson (1985) compara la temporalidad posmoderna con la del esquizofrénico: un presente absorto y plegado sobre sí, una sucesión estricta de hechos que son como destellos en una mente y una psiquis pasmada. La única estrategia para salir de ese presente absoluto y aplastante sería la utopía misma, no como una imaginación desplazada y nunca cumplida, sino como una mirada atenta que despliega el presente en su ausencia, que elude su cierre mediante sus propias esperanzas, pero también mediante lo nunca realizable, lo jamás visto. De alguna forma, ese movimiento de la imaginación colectiva, que es también un gesto ético, conmueve al presente y su cumplimiento cabal. Pero, y esto no es menor, conmueve y concita una esperanza, tal vez imposible, pero no por eso menos valedera y necesaria. Demuestra, la utopía, que las cosas son lo que son y lo que podrían ser; nos pone ante nuestras evidencias, pero también ante nuestros deseos. Es cumplimiento y horizonte, cierre y apertura en un mismo gesto.


Pero ¿es la utopía sólo un movimiento de la imaginación? ¿No hay un gesto utópico en esta imágenes?¿No esbozan, de algún modo, una corporalidad utópica, diversa en sí misma, dislocada en tantos sentidos, esperanzadora en algunos casos, horrorosa en otros? Si la utopía es una descripción futura del presente, como estrategia para comprender proyectando, surgía de los encuentros casuales u organizados entre los cuerpos: ¿Qué utopías emergen de estas imágenes? Jameson dice que si no podemos entender, al menos podemos imaginar, pero: ¿qué podemos imaginar nosotros? Y si la utopía es una expresión del deseo: ¿qué cuerpo deseamos y esperamos? ¿cuál o cuáles imaginamos? ¿qué han deseado las personas que aquí he mostrado, mediante sus gestos, sus obsesiones, sus miedos, mediante la destrucción de la que algunos son capaces o el amor que sienten o que declaran?


Rodrigo Parrini Profesor Asociado, Departamento de Educación y Comunicación, Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco, Docente del Programa Universitario de Estudios de Género, PUEG/UNAM.